Caracas
sorprendía a sus visitantes por la cantidad y variedad de personas que se
dedicaban a la más diversas actividades laborales, ambulantes, para ganarse el
pan de cada día. Sucedía en las décadas de los años 30/40 del siglo pasado.
El Ropavejero en la Caracas de ayer.
Miguel Ramiro Bermúdez
Salazar
Julio 2016
Si Caracas no llegaba a las 400.000,00 personas, imaginemos lo desoladas
que pudieron ser otras ciudades del país. Fácil resulta suponer que no debieron
tener muchos habitantes, lo que nos hace pensar que no había un gran número trabajadores ambulantes en tales localidades.
Los ropavejeros eran, entre otros, los trabajadores que se dedicaban a la compra,
venta y trueque de todo tipo de mercancía, mediante operaciones comerciales,
transacciones con todo aquel que tuviera
un objeto negociable.
Esas personas casi siempre eran nativas del medio oriente árabes, sirios,
libios, etc., y también europeos, italianos, españoles y portugueses.
El criollo no era muy dado a esta actividad, no la consideraba dentro de su
ramo de opciones. Sin embargo, se encontraban algunos pocos que se dedicaban a
esta práctica comercial.
Los ropavejeros no eran una novedad.En antaño -en la Caracas colonial-
ya existían, pero localizados en establecimientos en el “Centro” de la ciudad,
que era para la época una zona integrada por unas pocas manzanas de casas. El más
conocida estuvo en la esquina de
Traposos –venta de trapos y trastos-.
En la época señalada en este escrito –años 30/40-, el ropavejero se
ayudaba, para realizar su trabajo, con
una carreta con tantos artículos que semejaba una quincalla o un pequeño bazar.
Era en sí misma, un espectáculo por su contenido y colorido.
El ropavejero se anunciaba a viva voz. Un pregón que alertaba a los
vecinos y los preparaba para negociar, lo cual era una “técnica” de oferta y
regateo, según que se tratase de una venta o de un trueque.
La carreta era de tracción a sangre, tirada por un equino o jalada/empujada
por el vendedor o “marchante”. Ésta tenía espacio suficiente para su mercancía
y la que adquiriese negociando. Todo un inventario de mercancía integrada por: bacinillas,
floreros, ceniceros, bolsas de colar café; taparas, escobas, poncheras, vasos,
tazas, platos, ollas de peltre, de aluminio, o hierro colado. Vasos de “casquillo”, que no se partían nunca, jarras y ánforas. Convoyes que eran conjuntos
de vinagrera, aceitera, salero, pimentero. Platones –ornamentales-, muñecos, peluches,
juguetes, costureros, pinturas enmarcadas (cuadradas, rectangulares u ovaladas).
Espejos tamaño cuerpo entero, aguamaniles, cepillería, lámparas, mecheros,
anafres, y todo lo que pudiera cargar para negociar.
Los vecinos por su parte ofrecían todo lo que pudiera ser objeto de
un negocio; lo que estuviera en buen estado pero pasado de moda; lo “medio roto”
pero reparable, lo que ya no cabía en la casa por tener algo nuevo; lo que era
pavoso o cursi y podían ofrecer entre otras cosas: lámparas de pie o mesas, sofás,
butacas, liquiliquis, trajes de novia, sacos, fluxes (paltós), suéteres, cojines,
joyas de oro y plata, sifones de cerveza, fantasía y joyas, tinajeros, muebles
de paleta, escaparates con puertas de espejo, muebles de simile cueri
(semicuero), alfombras, cortinas, y todo, todo lo que podría ser vendido, hasta
las suegras eran negociables.
El trueque era lo más común para el comercio de las cosas pequeñas,
era el “dando y dando” pero otros artículos eran para la venta exclusiva de
contado, en dinero ”chinchín” contante y sonante. Cuando un vecino, vendía un
mueble, por citar un ejemplo, el
ropavejero, pagaba la mitad, para asegurar la mercancía mientras traía el vehículo,
carreta o parihuela con espacio para poder llevarse lo comprado. En ese momento
pagaba el resto.
Estos pequeños comerciantes con el paso del tiempo, de tanto
acumular mercancía, terminaban montando un local comercial, de compra, venta,
trueque, y el negocio original quedo en manos de un empleado subalterno. Luego estos
locales se fueron quedando como lugares de compra-venta de antigüedades de la
ciudad, y parte de su principal negocio comenzó a ser como proveedor de empresas
de teatro, cine y público en general.
Cuando en los años 50 llegó la televisión, las televisoras
encontraron una “mina de oro” en éstos negocios, pues adquirían el mobiliario, lámparas y ropaje en buen estado
y a precios razonables para sus programas. A su vez, los otrora vendedores
ambulantes hicieron su agosto con la llegada de la televisión. La paciencia les
pagó muy bien.
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