miércoles, 2 de abril de 2014

La vieja Bodega de Caracas. Entre chismes, traguitos y verduras.




La vieja Bodega de Caracas. 
Entre chismes, traguitos
 y verduras.


El caraqueño siempre sintió el pintoresco placer de echarse palos recostados del “mostrador” de aquellos negocios que vendían preparados espirituosos, licores únicos y especiales. Estas delicias alcohólicas poseían fórmulas secretas que solo se transmitían por herencia a un fiel designado familiar quien, en pomposo y formal acto de juramento tenía la estoica misión de no revelar las técnicas o ingredientes especiales cuando las recibía.  Eran recetas “mágicas” que permitían fabricar aquellas bebidas exquisitas que solo después que un catador especializado las calificaba, se trasegaban a barrilitos y se embotellaban y, este mismo personaje las recomendaba por toda la ciudad.
El catador caraqueño de las bodegas y pulperías de aquellos tiempos, ejercía su función con mucha seriedad y responsabilidad profesional,  tal y como lo hacen hoy en día los profesionales expertos, pero con la diferencia ahora estos tienen especialidades y encontramos catadores de whisky, ron, sommelier de vinos, champañas, por señalar algunas sub-especialidades. Nuestro personaje de la vieja Caracas, el Catador “cañero”, tenía un súper olfato y una capacidad gustativa capaz de diferenciar la buena bebida de un vulgar lavagallos; era un “especialista en todo”,  probaba todo, cataba todas las mezclas, libaba lo que hubiera y lo que le dieran a probar, y luego emitía un veredicto de los licores del lugar.
En Caracas, y también en todo el país, la bodega o pulpería de la esquina, la del camino, del caserío o del poblado, era el establecimiento comercial donde se expendían esos llamados “licores de la casa” y  algunos de los pocos industrializados que se distribuían para venta al detal en el país.
 Las Bodegas, en general, eran muy parecidas en su conformación y en cuanto a los productos que vendían; claro había unas que “eran consideradas más que las otras”, y a esas se les denominaba “abastos” ya poseían más categoría, mejor decoración y algunos productos importados. En cuanto a los licores, estos abastos solo los vendían embotellados, no se podía beberlos conversando con amigos y vecinos recostados del mostrador, como si era caso de la pulpería.
Y es que el mostrador,  era el equivalente a la “barra” de una tasca hoy en día. Expendían, los bodegueros, sus bebidas servidas en pocillos de aluminio, tazas de peltre,  copas de grueso y ordinario vidrio o en vasos sin ningún tipo de clase o distinción. La escogencia de uno u otro recipiente dependía del cliente quien, al pedir un trago,  indicaba si lo quería en copa, taza o pocillo.
¿Cuáles eran las bebidas que gozaban del aprecio del parroquiano caraqueño? cada bodega vendía sus bebidas artesanales hechas caseramente, bien que se elaboraran en sus propios  locales, o que las “importara” del interior del país; el hecho es que cada comercio procuraba tener su propia batería de licores, completa y especializada para atraer a los clientes. En esos tiempos era habitual la práctica del “espionaje industrial” entre bodegas, pues se buscaba conocer la oferta de cada una y evitar así que la competencia se “jalara” a los clientes cuya fidelidad con mucho esfuerzo se había logrado.
Muchas de las bebidas que antaño se consideraron las reinas del mercado al por menor y detal, fueron escogidas por sus ventas, sabor y efectos, y terminaron siendo industrializadas para su distribución en toda la ciudad, pues en la medida en que  Caracas se fue modernizando y las bodegas de las esquinas con su concepto original fueron desapareciendo, aparecieron entonces los llamados botiquines para el expendio de licores. Por otra parte, las pocas bodegas que quedaron, hoy quizás encontremos una que otra, les fue prohibida la fabricación y venta de licores para servidos por tragos en mostradores, actividad que solo quedó reservada a bares y botiquines debidamente autorizados.


Una Tranquila y antañona tarde Caraqueña

Durante una tarde normal capitalina en las antañonas bodegas parroquiales,  se confundían aquellos compradores que acudían a comprar quesos, café, pan,  carbón, leña de cují para el fogón, hielo, querosene para la cocina y después para la nevera, pabilo, papel pega moscas, entre otros cientos de productos, con aquellos visitantes que solo iban a libar un traguito casero y a “picar” un pedacito de queso. Esa era una fórmula perfecta para entablar amenas tertulias caraqueñas entre amigos, cada uno con su “cañandonga” pedida y servida por tragos o mediante el trasegado de un barril a la botella o media botellita, que era llenada a través de un embudo al momento de pedirla.
Una de las bebidas predilectas era el famoso “Ponsigué” el cual  te servían el licor en un vaso, y las pepas de la fruta, te las daban en un platico aparte para que las disfrutarás chupándolas y comiendo la pulpa como si se tratase de una aceituna. En las bodegas, siempre había unos taburetes bajitos para que los clientes se sentaran a conversar mientras disfrutaban un traguito. Eran muy pequeños, no como los que hay en las tascas hoy en día para sentarse de frente a la barra, sino mas bien con las patas corticas como los que usan los limpiabotas, lo cual  casi siempre terminaba siendo un cómico espectáculo, pues ver a esos adultos libando por largo rato sentados en esos banquitos, se sabía de antemano que cuando ya estuvieran  “prendíos” o  embriagados, no se podrían levantar y si lo hacían se iban de cabeza al suelo,  razón por la cual solían pedir ayuda al que estaba parado al lado, que también estaba rascado  la mayoría de las veces generando situaciones muy cómicas, cargadas de traspiés y caídas inofensivas, ambos se iban de cabeza al suelo.
foto tomada del blog 
El mobiliario era de madera. El mostrador normalmente cubierto con una lámina de latón liso y de aluminio asegurado por tachuelas cabezonas,  permitía cortar las cosas que allí se vendían, pues este recubrimiento le daba mayor dureza y facilitaba su limpieza. Tenía más o menos de tres a cuatro metros de largo, a la altura de la cintura de un adulto, y en uno de sus extremos siempre había una pequeña “vitrina” de maderitas y vidrio donde estaba el queso, el chicharrón, la mantequilla, nata, chorizos cortados y todo aquello que podía atraer moscas a la bodega; en el otro extremo, estaban los grandes frascos bocones, pocillos, copas y vasos; había botellas donde se conservaban las bebidas más livianas o “suavesongas” solo para entonar y los barrilitos donde estaban las “bravas”, que se servían en pocillos que no permitían  a los otros clientes ver lo que el otro tomaba, pero si conocer rápidamente los efectos, sobre todo cuando bebían largo rato sentados en esos tabureticos, ya no podían pararse después. El pasapalo no existía como práctica comercial, y se decía que “macho que bebe no come” sin embargo había quien pedía un pedazo de queso llanero o mano y un trozo de casabe, no como comida sino como un “tentempié”    
El bodeguero procuraba tener la mayor variedad de productos para la venta, vender de todo, pero, como eso pequeños locales tenían poco espacio, muchas de las mercancías eran colgadas de las vigas y del techo, y por todos lados guindaban “papeles pega mosca”; en las paredes recostadas estaban las alacenas, habían productos enlatados, y trozos de carne y pescado salado, pues como no habían refrigeradores, allí solo se vendía carne seca y salada. El casabe “importado” del interior del país se almacenaba en grandes pilas de aproximadas cincuenta tortas cada una; el papelón en forma de cono, la panela, mas suave en sabor, cortada en rectángulos como ladrillos, se guardaba en la vitrina para evitar el ataque de las hormigas.
Eran negocios cuasi familiares que existían en cada parroquia y que podían ayudar a los vecinos a resolver problemas personales relacionados con la venta fiada y hasta uno que otro préstamo dinerario. Era común escuchar ¡anótamelo! que te pago cuando cobre, debemos recordar que antiguamente desde la década de los años 40 y hasta los 50,  se pagaban los sueldos semanalmente a todos los trabajadores; los días “oficiales” eran los 07, 14, 22 y último de cada mes. Venezuela entre los años 30 y 50 era un país muy pobre y para colmo, el mundo estaba sumido en una guerra mundial.
En cuanto a precios, estos variaban según la bodega, pero no mucho. Ellos dependían más del establecimiento y los “detalles del mismo”, por ejemplo: el tipo de tragos y la calidad del que se preparaba en la “casa” y si tenía un radio para oír las noticias y sobre todo musiquita. La forma de pedir un trago era cómica y variada… “dame un lamparazo” “un matracazo”, un “coñacito”, un “guamazo”, pero a nadie se le ocurría, en esa época,  decir como hoy en día “dame un palo” pues te gritaban ayyyy me lo agarró,  y el resto de la tarde eras objeto de todo tipo de burlas y chistes por los compañeros de tertulia.  Entre las bebidas alcohólicas de elaboración casera más famosas encontrábamos la Yerba Luisa, Fruta  e´burro, Canelita, Anís, Margarita, Ron de Ponsigue con las fruticas en la botella (parecidas a pequeñas cerecitas                roji-amarillas aciditas), Concha e´píña, La Pasita, Guarapita, El Amargo, Rompe Saragüey, Duraznito, Malojillo, Yerbabuena, Zamurito, La Naranjada,  entre otras. Luego encontrábamos las bebidas industriales y más costosas,  pero que raramente eran vendidas por tragos en una bodega, sino la botella entera. Estas  bebidas “exóticas” eran el Ron, Whisky, El licor de Penca de Cocuy,  Coñac, Brandy, Anis español El Mono y por cierto,  debemos señalar que quien se rascaba bebiendo anís El Mono se le decía “esa carga una mona”.
En cuanto a la refrigeración tenemos que en la década de los 30 y los 40 las neveras no estaban al alcance de las mayorías. Esas bodegas tenían unos tambores donde diariamente colocaban el hielo en panelas que les traían, para picarlo y venderlo por pedazos, y aprovechar para enfriar en esos tambores refrescos y cervezas que si se vendían fríos, pero eran más caros.
En las parroquias estaban las bodegas, y casi siempre en la esquina con las puertas hacia cada calle, estaba el acceso al local. Allí se vendían los alimentos que compraban las familias de la vecindad, y en la calle, afuera estaban los varones caraqueños recostados de los postes conversando con amigos, observando a las damas y vecinas pasar y regalándoles piropos galantes y picantes. Estar parado en la esquina era una costumbre parroquiana de la Caracas de antaño, y las reuniones esquineras terminaban como a las 10 pm y a partir de esa hora quedaba entonces Caracas, sumida entre el silencio y la neblina.

Centro de Acopio de Información Vecinal.
Oficina del lleva y trae

El bodeguero o pulpero era la persona que conocía la “vida y milagro” de su vecindario; su negocio, por así decirlo, era centro de acopio de información de la vida ajena; él era el jefe, todo oídos, para bien o para mal. Era un atento y “descuidado” receptor y transmisor de datos tal cual un radio bemba, función que ejercida a través de las muchachas de servicio de adentro o criadas, encargadas normalmente de hacer las compras del día a día en cada casa del vecindario. Estas jóvenes hacían las compras para el almuerzo a mitad de mañana y en la tarde salían de nuevo a comprar cosas para la cena; de esta manera aprovechaban para realizar el intercambio de “información secreta” de noticias y eventos de sus respectivas casas, para distraerse y compartir un rato con otras muchachas del vecindario en la misma misión. Salian de compras en las horas “pico” cuando había mucha gente en la bodega, y mientras las atendían se disponían a “oir de otras casas y a contar de las suyas” actualizando al atento  bodeguero, que escuchaba y retenía e intercambiaba información, de manera que la bodega era como una oficina central de información de la vecindad. Allí se tramitaba e intercambiaba información relacionada con embarazos, peleas, divorcios, reclutaos, enfermos, desempleados, retrasos en la regla, en fin todo género de chismes y maledicencias.
Estos bodegueros atendían rapidito a las feítas y a las bonitas las dejaban de último y para alegrarlas y conquistarlas con pedacitos de papelón con queso o con una ñapita de más y a veces ofreciéndole un par de bolitas… de Ponsigué. Estas muchachas iban muy arregladitas a la bodega,  pues permanente se encontraban con jóvenes y viejos de la vecindad, tomando en licorcito en pocillos, listos para atacarlas, y ellas gozaban riendo y quitándoselos de encima, defendiendo su honor e integridad, pues ellas mismas decían “nunca se la daré cualquier enamorao de esquina, porque después que se comen te dejan colgando”
Las bodegas en Caracas eran una cosa de otro mundo, había unas donde cortaban el cabello, otras que vendían aperos para montar cabello, sillas, correajes, perdigones, pólvora; otras donde extraían muelas, se jugaban bolas criollas en la parte trasera,  preparaba chicharrón y vendía cochino fresco. En fin, cada una era un universo particularmente creado por el bodeguero siguiendo la realidad y necesidades de su asidua clientela. Agotar el tema de las pulperías y bodegas de Caracas, sería una labor titánica, puesto que cada una tenía sus particularidades y suplía las necesidades de los vecinos de cada zona de la capital, una ciudad donde habían zonas muy rurales coexistiendo con la “modernidad”, pero una cosa siempre se escuchaba en una y en otras,  “sírveme un lamparazo de Poncigue, ahh y la pepa… me la das después”


Saludos Los Migueles.

@cronicalibreccs